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jueves, julio 29, 2010

Pasajero en tránsito

Una vez más me dirijo a las escaleras de acceso a la zona de control y las puertas de salida. En mi equipaje, como siempre, lo imprescindible, pero acompañado por una sarta de cosas a las que todos coincidimos en considerar inservibles. Como algunas otras veces he olvidado mi pasaporte, pero ya me he acostumbrado a que esto no sea un problema porque en la comisaría del aeropuerto me lo hacen al momento, y es que esta vez sí que lo necesito porque mi destino es Bangladesh. Después de tantos años, y finalmente, me hacen un encargo en este distante país que siempre me ha resultado en exceso adornado de sutilezas, acertijos y colores, a la vez que interesante y misterioso. Para un viaje tal vengo preparado, o al menos eso pienso, con un sinfín de vacunas en mi cuerpo puestas por la enfermera preferida de mi ambulatorio de la zona alta de Barcelona, donde llevo años empadronado a pesar de que ya no suelo dormir por allí, y con un gran número de postales, de las que incluso algunas ya vienen dedicadas, con remitente y con dirección de destinatario. Bangladesh puede que sea uno de mis últimos destinos en esta empresa, pues creo que comienzo a pensar en una jubilación anticipada; este ir y venir constante me cansa, acaba con las más personales de mis ilusiones, proporcionándome a la vez la gran necesidad de pertenecer a algún lugar.
Estoy parado en medio de la terminal B del Aeropuerto del Prat, en Barcelona. Recorro el amplio salón seguido de mi troler multicolor, que como un perro dócil y acostumbrado me sigue por doquier, tan fácil de identificar entre el amasijo de maletas y mochilas que salen de la boca desdentada de aquellas cintas giratorias, como la antigua imagen de las torres gemelas en una vista neoyorquina. Incluso es muy fácil reconocerlo cuando lo veo atravesar la pista en el remolque de equipajes camino del avión; entonces es cuando el sol se refleja en las resplandecientes pegatinas típicas de cada ciudad que he visitado. Roma, New york, Shanghai, Milan, Los Angeles, Beijing, México, París, Istambul… cuántos recuerdos y añoranzas.
Continúo mi camino despreocupadamente, sin prisas; siempre salgo con el tiempo necesario como para poder charlar con algún conocido que me encuentre, o con alguna azafata que me haya regalado su amabilidad en viajes anteriores. Esto de viajar tanto hace que mi agenda se desborde. No me queda ni un margen libre para anotar teléfonos y direcciones, porque eso sí, no uso teléfono móvil ni agenda electrónica. Demasiada modernidad para mí, aunque esto se contradiga un poco, o mucho, con una persona de tan alto standing profesional como yo. Donde haya una blanca hoja de papel dispuesta a guardar para siempre nuestras palabras, no caben artilugios.
Hola, digo mientras me sonríe una chica rubia de impresionante elegancia que me sirvió el café en un vuelo camino de Moscú. Hola, digo mientras sonrío yo al imperturbable y guapo joven del rentcar. Hola, digo mientras tropiezo con unas japonesas con exceso de equipaje. Hola y gracias, digo a una enjoyada señora de incómoda comodidad viajera que se acerca a mí con un café con leche y un donut. Hola, digo a mis recuerdos, a mi saco de dormir que tantas acampadas tuvo en playas y montañas. Hola, digo a mi amanecer con banda sonora de aviones en despegue.
Me detengo. En uno de los mostradores de una compañía de bajo coste, unos posibles pasajeros levantan sus voces en un alarde de reclamación. Casi estoy seguro de que un vuelo retrasado es el causante de tal alboroto. Yo, al respecto, he tenido mucha suerte. Siempre mis aviones salen a la hora en punto, tanto, que a veces he deseado que surja algún inconveniente que me haga esperar y esperar, y desesperar y desesperar, hasta casi perder la cordura.
Observo, hasta donde alcanza mi vista, a la gente y a las cosas, incluso observo las papeleras exageradamente desbordadas para tan temprana hora de la mañana, e intento descubrir en ellas algo que aumente mi equipaje. Me veo reflejado en el acero que recubre una columna, y me miro. Casi no me reconozco, y eso que acabo de arreglar mi barba y de alisar mi pelo ayudado por un poco de brillantina abandonada en el baño. Cualquier imperfección que denote dejadez en mi aspecto seguro que se debe a mis eternas prisas cada vez que voy a coger un avión, y es que hay que mantenerse al tanto de muchas cosas… Dejar dispuestos todos los asuntos pendientes, rellenar el comedero de los pequeños delfines de la pecera… y las maletas, la vigilancia constante por si a alguien se le ocurre curiosear entre tus cosas o robar tus pertenencias. Todo se convierte en una locura para mí. No llego a imaginar el estrago que me causaría si me robasen algunos de los informes preliminares de alguna compañía de prestigio internacional para las que trabajo, o mi archivo de valoraciones múltiples sobre inversiones y desavenencias familiares empresariales.
Decía que me cuesta reconocerme porque el ir y venir de un lugar a otro se me ha dibujado en el rostro, creo incluso que tengo cara de desposeído. A todos nos pasa, pero a mí aún más. El pelo se me enmaraña de tener la cabeza constantemente apoyada a los respaldos, la ropa se me aja de revolcarme sobre mi cuerpo en los largos recorridos, los ojos se me enrojecen de ver salir el sol constantemente. Mis manos tiemblan más de lo habitual, un poco a causa de las alturas y un poco por la tendinitis que me provoca el descorchar botellines de vino en primera clase. Las piernas me entorpecen el andar a causa de los problemas circulatorios provocados por estar tantas horas sentado, a pesar de las precauciones que tomo al no olvidar mis calcetines elásticos y de no perderme ninguno de los videos de ejercicios -no recuerdo si alemanes o chinos- que pasan en los aviones, pero nada, todo es en vano. Ya no tengo juventud ni adultez, por eso quiero jubilarme, salirme de este constante ajetreo, pero es entonces cuando me asalta la pregunta de los mil euros… ¿qué hacer en mi tiempo libre?, ¿viajar? Qué ironía, ¡harto estoy de recorrer el mundo!
¡Caramba! ¡Qué olvido! No he pasado a solicitar el pasaporte y se me acerca una pareja de policías de aduana con cara de pedir documentación reglamentaria. En un intento de evitarlos dirijo mis pasos hacia la máquina dispensadora de golosinas. Me señalan, sonríen, y uno de ellos levanta su mano derecha en ademán de llamar mi atención… me hago el entretenido pero le sigo mirando con el rabillo del ojo. El hombre policía insiste y sigue sonriendo, y buscando mi mirada. Es insistente el muy… pienso. Me envalentono y giro sobre mis pies hasta quedar frente a él y separado por tan solo unos diez metros de distancia; para ese entonces su mano había comenzado a dibujar un saludo en el aire, y su ojo derecho experimentaba un guiño de complicidad. Qué alivio, pensé en voz alta. Para qué me preocupo si aquí todo el mundo me conoce.
Una vez recuperado mi camino y al pasar por una de las puertas automáticas de entrada, me llegó un fuerte olor a tabaco entremezclado con un grupo de turistas que no atinaban a salir de la puerta giratoria. Con calma, con calma –les quise explicar- pero caí en cuenta de que no me entenderían, y eso que domino varios idomas: “Take quirisen plis, take quirisen! –con rectitud anglosajona. Du calmé, du calmé! –con garbo parisino. Com calma, com calma! –con sabor a caipirinha. Mas todo fue en vano ante el turismo colectivo. Ellos querían estar confusos y confundidos, como si fuese una premisa fundamental cuando se visita un país por primera vez, como si formase parte de una diversión obligada… ¿estuviste en la fuente luminosa? ¡No, pero la puerta giratoria del aeropuerto era una pasada!, claro está, dicho en diferentes idiomas.
Sin grandes preocupaciones me fijé en el reloj de muñeca de un hombre parado a mi lado. Las 10:45 de la mañana… que veloz ha transcurrido el tiempo y yo aún dando vueltas. Sin pasaporte y con ganas de tomar un café. Busqué y rebusqué alguna moneda suelta en mi bolsillo sin éxito, incluso le di la vuelta a la gastada tela por si acaso en vez de monedas saltaba algún billete. Fue entonces cuando vislumbré, al alcance de mi mano, una bandeja en la que aún humeaba un medio café, y donde un medio croissant acompañaba a un medio refresco. Es mi día de suerte, pensé.
Aún teniendo en cuenta el horario de salida de mi vuelo, me acomodé sobre mi equipaje para saborear tan surtido desayuno. Creo que, sin darme cuenta, apuré demasiado la naranjada, pues se derramó sobre mi camisa y fue dejando un surco de evidente frescor a su paso. Tomé una servilleta de una mesa vecina y la coloqué por debajo, bien pegada a mi piel porque las cosas frías me hacen el mismo efecto de cuando duermo a la luz de la luna, suelen resfriarme, y esto sería un fracaso para mi inminente partida hacia Bangladesh. Uhmmm… ahora un cigarrito –me dije.
Con esto de prohibir fumar en espacios públicos se hace muy difícil deleitarse con un cigarrillo, o con un purito de aquellos que los viajeros que regresan traen de La Habana y que el desespero y la ostentación les hacen encender y apagar justo en el intervalo entre salir del aeropuerto y subir al taxi. Dejé mis pertenencias a buen recaudo de mi amigo, el joven guaperas del rentcar, y me fui a la caza de un medio habano. Al cabo de unos minutos se oía por los altavoces alguna información sobre mi vuelo a Bangladesh. Desistí en la búsqueda y me conformé con aspirar el aroma pestilente de los cigarros de unas quince personas que se aglomeraban en la entrada, y que hacían mayor su disfrute al tener uno de sus pies apoyados en el tubo que se extiende a diez centímetros sobre el suelo, y por donde se deslizan los carros portaequipajes.
Una vez recuperado mi troler de cegadora luminosidad me dirigí al mostrador de mi competencia. ¿Alguna modificación en la hora de salida? ¿Se ha sobrepasado la capacidad del avión? Pero, ¿han vendido billetes de más? No sé bien si fijé mi mirada en los ojos de la persona que hacía su trabajo detrás de la ventanilla, o si en realidad eran mis mismos ojos reflejados en el cristal los que miraba. Pero sin pensarlo me ofrecí como voluntario para quedarme en tierra, entre azafatas menos altas y menos rubias, entre medios habanos y medios café. Entre viajeros eventuales y viajeros obligados, entre gente de éxito y gente sin remedio, e irremediablemente olvidadas. A fin de cuentas esa era mi vida, el motivo fundamental de mi existencia, ser un pasajero en tránsito.

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